28 feb 2010

Monólogos de un guardagujas

Han pasado toneladas de segundos delante de mi puerta, como con prisa. Supongo que es porque nos quedamos atrapados en esta red de los amores inconclusos. Como pescaditos relucientes y saltarines en la red de un barco de pescadores de infortunios. Y no puedo decir que añoro lo que nunca fue, pero lo digo y también digo que toda melancolía de la no vivencia es un fantasma del inconsciente colectivo, pero lo sé y reconozco que amo la parte visible de los sueños, esa en la que tú habitas mis pensamientos. Y somos algo juntos. Fíjate que tontería, los dos que no nos conocemos, dos iconos del deseo actuando en una película intimista y privada. Es el espectáculo de los espejismos del amor, hologramas, almas sin cuerpos, o cuerpos sin alma, agotando las etiquetas del nombrar, son todo menos extraordinarias. Lo extraordinario es que te haya visto en dos ocasiones diferentes, que seas una mujer desconocida viajando en un tren por una vía de la que yo soy el guardagujas. A tí que pasaste en dos momentos diferentes de mi historia marcados a fuego estmapados en mi memoria, como si tu presencia abriera una brecha en medio de mi mundo y detuvieras todo, para deslizarte serena y elegante. El día 4 de julio de 1894, estaba destinado en Almansilla de la Mulas, y me mandaron una telefonina, donde me avisaban de que mi hijito Alfredo, que está en el cielo con los ángeles de dios, de mis cinco hijos el menor estaba con fiebre muy malito y en peligro de muerte. No pude llegar a tiempo y cuando llegué había muerto, lo estaban enterrando en Ponferrada, cuando el tren de las cinco rumbo a la Robla lanzó su pitido en la estación. Mi hijo Alfredo estaba al cuidado de una buena familia del Bierzo que lo mimaban con esmero y a los que agradecí mucho su cariño. Pagué los gastos del entierro y en total con la manutención, los gastos médicos y la ropita, la vida de mi hijo Alfredo nos dejó sin 679 reales y con el dolor de su ausencia. A los tres meses de haber vivido ese dolor, estaba yo con los ojos rojos del polvillo echando lágrimas fuera, y ya era tarde cuando el viento del norte barrió este cruce de trenes y humanos. Bajé el paso nivel y cuando llegó el tren de las cinco en una ventanilla estabas tú. Y te volteaste a mirame, y nos miramos, y me saludaste con un gesto, y yo supe que comprendías mi dolor, y yo supe que te sentías solas. Y no pude más que quedarme clavado en el suelo agarrado a control de la barrera esperando que aquel tren donde tu ibas se alejara para siempre, sin saber de ti nada. Y pasaron semanas y en otoño, volviste a pasar cuando las hojas volaban en pos de los remolinos, y también me miraste disecada. Y entonces empezó mi entender de que eras un heraldo. Y soñé desde entonces contigo, con esa mujer misteriosa y desconocida del tren. Un expresionismo figurativo, una estética de superficie que me confunde. La mujer viajera que no conoceré nunca. Si tu crees que lo nuestro era sólo lo decible, entonces tienes un relato pornógráfico elegante y genital, como tus ovarios. Y se puede hablar de indecisiones y de misterios profundos e insondables, y se puede hablar de olvidarse de lo viejo para explicar lo nuevo. Entremos en mi casa juntos. Ya no pasan trenes a estas horas. En este quicio dejamos las oscuras entrañas, dejemos la puerta de los tiempos quieta, simbólico, pero no tengo nada sólo tu imagen, un espejismo o de la imaginaria personal, pero olvidado en el continuo llamado ego.
Por qué ya no mido el tiempo con relojes de mirada biológica, ahora lo peso a puñados, con mis manos crispadas, callosas de ausencia de acariciarte, porque aún te nombro y aquí me alzo de vivencia y de latencia, exhausto de comprenderte en la versatilidad de las vibraciones en la multiplicidad de las cuerdas vibrantes de frecuencias inimaginables, donde el tiempo es un instante infinito, de multiples posibilidades, en un pluriuniverso de dimensiones inalcanzables, en pensamiento vivo ante mi propio personaje, ante ti mantis religiosa, amor que devora, después de cada cópula al ego que lo parió. He visto pasar a la eternidad en procesión impenitente y sigo heredando los muertos de los muertos, he visto lo que se puede ver, al rey desnudo y he mandado a tomar por el culo al mismo emperador de Japón, esperándote como arrecife en llamas, sé que volverás a mi playa y ante el golpe inmenso de tu ola, estoy prisionero del ciclo imparable de tus periodos, por un beso, aun tengo el sabor de tu risa y recuerdo tu mirada amable donde arden miriadas de soles de plomo derretido que incendiaron mi pecho abrasado ante la quimera de ser amado. Así quema tiránica y urbana tu ausencia milenaria, tu ausencia más cruel que millones de tiránicas barbaries, tu ausencia que es peor que aquel el holocausto de barreras ferroviarias que nunca me dijeron a dónde ibas en aquel tren furtivo aquella tarde de agosto de 1894 mientras yo lloraba la muerte de mi hijo, cuando me dijiste adiós con tu mirada.