He decidido escribirte después de un largo silencio, año y medio.
Lo sé, había prometido hacerlo con mas frecuencia, no tengo
disculpa, pero has de saber que he estado ocupado en la estrepitosa
censura que Jhon ha provocado, en un arrebato. La vida como siempre y
es de esperar, dándonos sorpresas, como decían Rubén Blades y
Willie Colón, exactamente. Ya estoy recibiendo los envites de la
educación social ante las identidades sexuales. Omar del alma mía,
vas a hombros de gigantescas personas, que descubrieron y diseñaron
cosas maravillosas. Nuestro ego puede estar sobrevalorado. No somos
gran cosa. Y no sé qué hacer cuando estos simios quieren hacer
moral lo inmoral, e inmoral su viceversa, porque les conviene a sus
necesidades personales, te dan ganas de vajarte del planeta, de parar
el mundo dijo Mafalda. Y también dijo Carlos Castaneda lo de detener
el mundo, aunque para otra cosa. Pero se podrá parar el mundo,
detenerlo todo. Cesar en el empeño, un satory epifánico y quieto.
Cada quien construye su paraíso. Inflamados de importancia personal
moramos en el mismo planeta, mismo espacio tiempo.
Y la
pandemia nos ha hecho pensar en muchas cosas, cada cual tuvo sus
obsesiones, algunas mas o menos transitorias. La fragilidad de la
vida. Yo en esto confieso haber pensado. La muerte macabra y máxinma
señora de la vida. La que acecha y de repente, tú sin esperarlo,
porque eres muy joven, o porque estás muy sano y ya eres muy mayor,
pero conduces muy bien, pero de pronto el destino te alcanza. Dejas a
tus hijas e hijos tirados en el río de la vida y te vas. Así,
brutalmente te detienes, entre asombrado y acojonada a entregarlo
todo, a morir. Así de cortarrollos. Sin calmantes. Pero por qué yo.
No puedo aún irme porque no acabé no sé qué cosa. Dejas algún
pendiente. Entonces valoras y piensas. Pero qué cojones me pasa,
cuánto importé yo a nadie mas que a mí mismo? El concierto triste
de esta época. Nadie puede tomar conciencia de que la importancia
personal, esa creencia de valor que tenemos de nuestra propia
persona, es imposible de desmontar, sin aprender antes el arte de la
proporcionalidad. Qué valemos como individuos, y qué valemos como
personas. Comprendiendo lo qué somos y lo qué es lo demás, lo que
nos rodea. Es el mar social en el que nadamos, donde compartimos el
poco mundo que ha descubierto la raza humana. Somos minúsculas
entidades al servicio de una colectividad que nos ha contado cosas
maravillosas y ocultas para los ojos, cuya matemática parece
esotérica e inalcanzable. Estimar la proporción, comparar tamaños,
y aceptar el resultado, sabiendo que no somos imprescindibles, nada
mas que para nosotros mismos. Cuánto valemos contando a nuestra
descendencia, biológica y cultural, la huella que dejamos en esta
tierra. Sin prenderse fuego e instalarse en la derrota, y establecida
esa proporcionalidad, ahora ser felices desde la insignificancia,
porque compartimos algo muy grande.
Este
pueblo no se merece a la derecha local, la que debería de recibir
algún nombre que describiera esa manera distante, clasista y
racista. Lo tenía todo. Era infame, porque era hipócrita, llamaba
coreanas a las personas que venían de León, de Arija o de
Andalucía. Eran de España, fingía despreciarlas pero les sacaba
partido. No se les quería reconocer. Los otros no tenían un rostro
propio eran como animales. Ni la nacionalidad, que es tan solidaria
ayudó a la cercanía, eso de ser español, español, requería
matices. La alta burguesía avilesina y las fuerzas del
ultracatolicismo, con menos poder económico eso es cierto, pero con
peor mala leche, hablaron mucho de esto. Aún se habla. Entonces como
ahora ambas se atrincheraron en la riqueza. Esto es mío, y esto no
se toca. Los maxilares armados con los caninos, se tensaron con la
fuerza de aquellos músculos que aseguraron la carne de la presa. Se
regodearon en sus fortunas personales, mientras mantenían un halo de
exclusividad, discutiendo como los miembros de un selecto grupo de
clase alta. Pero con el tiempo, relajan la guardia, y algo los
distrae y entonces se les puede sorprender.
En
Avilés con el tiempo dejaron hacer a las familias nuevas que
llegaban, porque no les quedaba de otra. La pujanza de alguna de
éstas, era públicamente notable era sabida por la sociedad en
general. Las muestras de enriquecimiento no se escondían. Era un
desfile de pavos reales. Pronto tomaron su cuota de poder las
familias de los inmigrantes nacionales, los coreanos recién llegados
a una ciudad desbordada por un crecimiento incontrolable. Toda
aquella población quería vivir, trabajar y ser de Avilés. De sus
necesidades, ropa, comida, casa, educación, ocio e impuestos se
encargaba el trabajo. El trabajo era el mecanismo mediante el cual
podíamos convertir nuestra fuerza, nuestra vida dedicada a las
actividades productivas.
Los
recién llegados a Avilés, eran el campo de las oportunidades para
la clase media avilesina, y no dudaron en enriquecerse con la
creciente población de coreanos que aterrizó trás de la promesa de
trabajar en Ensidesa.
Mi
vida fue larga, es imposible negarlo. Larga en experiencias, en
querencias y en quebrantos. La historia de esta ciudad está marcada
en mi pupila. Es la mirada de un niño que vió a la draga Pas
navegando por la ría hasta su mitad y empezar a sacar cangilones de
lodos, cucharadas de memoria orgánica depositada en los sedimentos
de una ría que lo vió todo. Nuestra llegada, los primeros
asentamientos. Y a Antonia. Atona llegó de Andalucía, enamorada
perdida de su novio “frasquito”. Y Atona fue la primer palabra que
yo dije cuando aprendí a hablar. Porque ella era la luz de mi
infancia, mi alegría. Atona era de un país donde los hombres podían
bailar y nadie los llamaba maricones, aunque entonces había pocas
diferencias en la homofobia nacional.Allí en Andalucia, los hombres que bailaban no eran todos maricones, solamente algunos, como en todo en esta vida. La mirada de un muchacho que empezó a crecer entre las chimeneas
y los negocios, no es reflexiva. Ahora sí, ahora veo que todo mi destino se enlazaba en torno a la actividad
productiva. La panadería familiar, donde trabajaban mi padre, mis
tíos, mi abuelo Gonzalo y a veces mi abuela Concha, incluso mi
madre, Marí la candina. Aquella panadería se llamaba la Espiga y
tenía la fama de ser la que mejor sabor lograba en el pan. Aquello
cambió cuando varios panaderos se unieron y formaron una enorme
panificadora llamada Panavisa y que producía muchísimo pan, luego
quebró y mi madre trabajó en un pequeña tienda de barrio. En la
que vendió además de pan, un poco de todo. Fue después de morir
papa, acabé el último año de secundaria, entonces se llamaba Curso
de Orientación Universitaria y empecé a trabajar porque estudiar no
era posible con la pensión de viudadedad de mi madre. Cuándo mi
padre murió, yo tenía 17 años. Cuando empecé a trabajar ya tenía
18 años, hice de todo, primero fuí auxiliar administrativo en una
empresa de montajes y reparaciones industriales, fui vendedor de
humo, de inversiones que se sujetaban con la bolsa mágica de las
palabras vacías de contenido. Fuí joven, bailé toda la noche y amé
con la misma intensidad, no escatimé esfuerzos para abrazar y ser
amado. En esta ciudad, en sus discotecas, en sus bares de juventud,
hurgando genitales y aventuras. Trabajé en un banco, y fuí
previsible, pero el caos me detuvo y desaparecí una noche de besos,
porros de hachis y alcohol de noventa grados. Lo previsible tenía
poco misterio y yo empezaba a sospechar que además de esta realidad,
existía otra aparte. Mi destino era extraño, tenía un recorrido
sinuoso, empezaba a parecer él de un gatsby con pocas luces y mucho
deseo de por medio. La pasión y mucha infancia y adolescencia
reprimida, tenían que salir por alguna parte. El sexo fue un mundo
de misterios, miserias y placeres y transformaciones. Pero algo pasó, que no sé
si fue poco a poco o de repente, ya hace mucho que pasó. Pero el
dinero dejó de atraerme, o esos excesos que había que desarrollar,
me parecían insuficientes para comprometer mi alma en esa aventura.
No hace falta una conseguir una pequeña fortuna para ser feliz, sólo
hace falta ser consciente de la ínfima fortuna que poseemos. Con mas
preguntas que certezas me encontré con México en 1979.
Aquella
ciudad es Roma. La ciudad de México en el valle del Anahuac, posee
una luz esplendorosa y radiante. Su luz atrajo a los aztecas, antes a
los toltecas, luego a los españoles, a los franceses, a los
norteamericanos. Cuando posas tu mirada en sus atmósferas ves la luz
goteando en las nopaleras, pero al principio yo fui un viajero de
ciudad. Sus colonias me acojieron por habitaciones y azoteas. Primero
la Cuahutemoc, luego la Polanco, luego la Hipódromo Condesa, luego
la Narvarte, y después Tepoztlan. Salí de la ciudad poco después
del terremoto del 85. Nos pasó cerca, pero dejó cicatrices en otras
colonías. Llevaba unos cinco años en la ciudad y había viajado por
la república.
A
pesar de que en 1979 Asturias ya tenía en el maíz la tercer
explotación agrícola, nada con lo que ví allí. En las tierras
empinadas de Milpa Alta, el maíz deslumbra desde las milpas mas
hermosas que yo jamas había observado en Asturias.
Yo
había nacido en otra ciudad tan diferente, la llamaban la Átenas
del Cantábrico, ni más ni menos, así llamaban a mi ciudad. Una
perdida de proporcionalidad enorme. Pero como siempre la mediocridad
tuvo amplificador. Y sus exageraciones, sus pedanterías, que no eran
mas que actos de vanidad y egolatría, poco a poco pasaron a la
historia. Se documentaron, y ya se sabe que lo que se documenta no se
olvida, y ante la ausencia de otras versiones, se consagró como el
relato hegemónico patriarcal.