La
ciudad de México lucía inmensa, bulliciosa, casi encantadora aquel
mes de Julio. Su esplendor hería los cielos. Las lluvias trapearon
los aires llenándolos de luz y transparencia. Aquel fue un verano
muy húmedo. Pero con el agua llegó también la fauna salvaje. Una
molesta plaga de mosquitos zumbaban sin descanso en torno a nuestros
cuerpos. En las noches era peor. Yo odiaba aquellas oleadas de
insectos desde la infancia. En la costa de Michoacán donde vivía,
al ponerse el sol atacaban legiones, como nubes negras, de una
temida peste alada, los jejenes.
A
pesar de los insectos, la ciudad seguía su quehacer y por sus
arterias luminosas un tráfico caótico hervía de actividad y
vehemencia. Las calles estaban atestadas de transeúntes que iban y
venían entre los charcos, con la certeza de saber a donde ir. Esa
tarde, salí con la intención de perderme en la ciudad. Sin rumbo
deambulé por las calles mojadas en medio de paraguas y salpicones de
coches. La lluvia arreció y me detuve bajo la marquesina de un
cine. Por distraerme empecé a ver las cartelera del Cinema
Imperial. Aquel nombre trajo muchos recuerdos a mi mente y, casi sin
darme cuenta acabé comprando un boleto, para sumergirme en la boca
negra de la sala, en medio de un río humano mojado y cálido.
Mientras me acomodaba en la butaca, recordé que hacía mucho tiempo
que no iba al cine; tal vez un año.
Era
una película del Santo contra no se quién, que ya había empezado.
En la pantalla los personajes se movían convulsos, hablaban,
gesticulaban pero no llamaban mi atención. Me di cuenta entonces que
era yo quien tenía un recuerdo atorado en la cabeza que me impedía
concentrar. Recordaba una tarde de cine en mi infancia, allá en
Maruata, en la costa michoacana, cuando vi "El Santo Contra las
Momias de Guanajuato". Entonces mi tía Gabriela, previó:
-Ahora el Santo le
va a meter una destrozadora en la nuca a la momia.
Pero la momia era
muy peleonera y no se dejaba, entonces todos nos poníamos de pie
enardecidos por la pelea y le gritábamos porras al Santo, y el Santo
como buen héroe vencía a la momia. La felicidad de ver ganar a los
buenos y a los malos derrotados, aunque sólo fuese en el cine, era
uno de los momentos más excitantes y maravillosos de mi niñez.
Aquellas películas del Santo eran mis favoritas. Dos veces al mes,
cuando llegaba el camión con el cine ambulante, mi tía, que era una
cinéfila impenitente, me venía a buscar para ir juntos. Luego de
ver aquellas tremendas peleas entre héroes y villanos quedábamos
los dos extenuados y salíamos del improvisado cine, cogidos de las
manos sudorosas y trémulas y mudos de la emoción. Al pasar junto a
la inexpresiva pantalla, alzábamos la vista atemorizados, esperando
ver saltar a la horrible momia del lugar, donde instantes antes, se
había librado la cruenta batalla entre el bien y el mal.
Ese
día, como otros, mi tía me apretó la mano y yo, a pesar de mis
siete años comprendí cual era el motivo de la seña, allí estaba
Don Conchito, el Cácaro Divino, como ella bautizó a su galán.
Don
Conchito era el proyeccionista del cine ambulante. Siempre que venía
al pueblo cortejaba a Gabriela y, yo sabía que debía desaparecer,
luego de recibir de él los dos pesos de mordida por la cesión de
mis derechos sobre mi tía. Esa noche, como siempre, apretaba en mi
puño las dos monedas de un peso y llegaba corriendo con mi pequeña
fortuna a la única tienda del lugar a comprar dulces.
Don
Conchito, había trabajado en el Cinema Imperial en el D.F. Don
Conchito era el operador del proyector de cine, el cácaro, pero la
ciudad lo cansó y se juntó con su primo Apolonio, que acababa de
comprar un Dina, para poner el negocio del cine ambulante. Pintaron
el camión con escenas pintorescas del cine nacional. Al frente un
charro, en los costados un luchador, una mala mujer y Cantinflas del
otro y atrás lanzando su risotada, TinTan.
Los
primos adquirieron un viejo proyector de un teatro que se quemó y
una pantalla hecha de recortes de sábanas de hotel del centro y
salieron a recorrer los pueblitos de la costa de Michoacán y
Guerrero. Aquí venían una, o dos veces por mes a desempolvarnos la
imaginación.
Era
viernes, los viernes son días de fiesta para los pescadores de
Maruata. La mayoría de ellos, al atardecer, toman cerveza o
aguardiente de caña mientras cantan y hablan de la pesca. Más
tarde, todo el pueblo anda lleno de borrachos trastabillando que
surgen como sombras entre la oscuridad de las palapas, como los
zombis de las películas del Santo, a veces con el desgarrador grito
del vómito colgado de la garganta. Los hay violentos y crueles que
mientan la madre a las tinieblas y tienen cien enemigos acechando
entre las palmeras. Esos traen armas. Mi tía decía que son de los
que cuando no los buscas siempre encuentras. Otros son alegres,
cantan canciones y no se meten con nadie.
Los
pescadores que emigraron del estado de Guerrero, se juntan siempre
bajo la enramada de la palapa de Los
Plateados.
Allí a la luz de la luna y las hogueras, cantan y con el trago se
animan los más viejos y empiezan las rondas de contesteras. Yo
siempre me colaba entre las palmeras para escucharlos. Aquellas sí
que eran historias fantásticas. Mis preferidas eran las de don
Chava, el más argüendero y brillante de todos. El abuelo de Los
Plateados,
con su rostro adusto, podía estar contando el disparate más grande
de la historia, sin sonreír, sin soltar una tos disimulada, sin el
menor gesto delator. Su voz rasposa contaba: El
hombre cayó de la montura y el toro bravo se revolvió hacía él;
enloquecido de rabia empezó a perseguirlo. Dentro del ruedo no
había escapatoria de los afilados cuernos, el hombre desesperado
saltó del foso y echó a correr por todas las calles del pueblo
intentando dejar atrás al animal, que también saltó detrás. Todo
era inútil, al voltear en cada esquina sentía el aliento del astado
más cerca, escuchaba su resoplido de huracán enfurecido, locomotora
desbocada. Llevaba siete días corriendo por las calles de aquel
pueblo. Los vecinos al principio intentaron ayudarlo llamando la
atención del cuadrúpedo, pero éste no le quitaba la vista de
encima a su víctima, así que poco a poco los habitantes dejaron de
interesarse por el toro y el hombre y se sumergieron en las labores
cotidianas del pueblo y del campo. A los diez días ya nadie le
hacía caso, ni le echaban agua al pasar para refrescar su cansancio
y aquel terror negro y rojo lo seguía persiguiendo sin descanso,
implacable y cierto. El miedo empezaba a instalarse en sus entrañas.
Parecía que nada detendría al animal, excepto su muerte, de pronto
pensó en el agua y se dirigió al río, ahí se desharía del toro
arrojándose a la corriente. El agua fría refrescó sus pies,
empezó a nadar río arriba cuando escuchó a sus espaldas una
tremenda zambullida y luego el sonido aterrador de un bramido. Miró
hacía atrás y vio al toro negro y rojo nadando hacía él con la
fuerza de sus mil pezuñas. Comprendió que estaba perdido, a menos
que logrará llegar al salto del agua. Aquella enorme cascada podía
ser su salvación. Dando grandes brazadas se dirigió a la caída del
agua, luego tomando un tremendo impulso comenzó a subir por la
columna líquida. El agua caía con fuerza, pero el miedo al toro
impulsaba sus brazos como las palas de un barco, sin embargo el toro
no se detuvo ante la muralla de agua y siguió nadando detrás
soplando y mugiendo de furia. Cuando estaba llegando a la parte de
arriba del salto, se volteó a ver al toro que lo perseguía, miró
sus ojos inyectados en sangre, su morro negro y ruin, sus afiladas
navajas. Sólo un instante el animal lo miró también. El sacó
del cinto el machete y con un sólo movimiento cortó el chorro de
agua, provocando la inmensa caída del animal.. Don
Chava debía estar muerto de la risa bajo la impenetrable máscara de
sus arrugas, pero un buen contestero jamás ríe de sus embustes.
Aquella
noche había mucha alegría en el pueblo y la voz de Don Chava se
esparció por las palapas de la enramada. Me acuerdo muy bien,
porque fue la última noche que vi al Cácaro Divino. En la palapa
de Los
Plateados
contaron mentiras más disparatadas y chistosas, como deben ser las
buenas contesteras: exageraciones más allá de lo exagerable,
contadas con la seriedad de un discurso político. Alguien narró la
historia de un pescador que llegó nadando al país de los barbas
rojas, persiguiendo a una tortuga laúd. Los nativos lo encerraron,
para que cada día se acostase con una muchacha virgen, mientras todo
el pueblo lo miraba desde los palcos de una cárcel circular, como
estadio de fútbol, de donde logró huir milagrosamente haciendo una
escalera de adobes, que amasó con la sangre seca de las vírgenes y
su saliva. Luego, otro narró como había salido volando de un lago,
al atar un hilo de su camisa de manta, a los píes de una bandada de
patos silvestres.
Cuando
acabaron las contesteras, a mí me dolían las costillas de la risa,
y recordé mi compromiso con los novios. Ya faltaba poco para ir a
buscarlos a las nueve, como convenimos.
Mi
tía estaba muy enamorada del tal Don Conchito. Tenían ya tres años
de romance y, a pesar de sus muchos pretendientes, ella prefirió
comprometerse con su Cácaro Divino. Don Conchito, según él mismo
aseguraba, era el último seguidor del arte perdido de la contestera.
Sus contesteras eran incontestables, sus exageraciones, insuperables,
pero el sentido cómico de todo lo que contaba, era su verdadera
maestría. Él jamás sonreía o tosía, ante sus propios debralles y
cabules, y esto lo convertía en un excelente contestero. Era bueno
para inventar y para contestar, de los pocos que podía ponerse al tú
por tú con Don Chava. Tenía gracia y arte al hablar, algo que no
siempre mostraban las películas que había proyectado. Mi tía,
sino experta, era muy abusada para las contesteras, pero no podía
con Don Conchito y siempre le ganaba la risa. No era para menos,
porque las cosas que contaba este hombre con voz de sepulturero y
cara de yo no fui, eran muy chistosas.
Recuerdo
que aquel viernes los fui a buscar a la playa, a eso de las nueve,
junto a la roca de los ñoclos, como quedamos. Estaban sentados
murmurando cosas de novios. No me dijeron nada y yo tampoco los quise
distraer. Se despidieron largamente. Palpé los latidos del corazón
de la tía Gabriela en los surcos de sus dedos y me miró con aquella
sonrisa de complicidad, mientras me jalaba de la mano, para que nos
apresurásemos hacía la palapa de mis padres, que estaban
esperándonos para cenar.
Aquel fue el último
viernes que vimos a Don Conchito, jamás regresó al pueblo y mi tía
tampoco volvió a saber de él. Se puso muy triste, ya no volvió
jamás al cine, ni cuando íbamos a Playa Azul y yo le suplicaba que
me acompañase. Tampoco quiso volver a contarme ninguna contestera.
Yo me sentía culpable o al menos la víctima de lo que había
sucedido. Intentaba entretenerla con mis juegos de niño pero todo
era en vano. La añoranza y la tristeza enturbiaron su rostro para
siempre, parecía ausente, como que escudriñaba con la mirada algo
que sólo ella veía. Un día le pregunté, si no había tenido
noticias de Don Conchito. Se volteó y me miró con sus pupilas de
luz y dijo muy seria.
-El
día que me encuentre a ese pobre desgraciado, tu serás el primero
en saber por qué se fue, y qué pasó. Hasta entonces no me lo
vuelvas a nombrar.
La
tía Gabriela, con los años se volvió más delgada y silenciosa,
por mi parte, nunca más le recordé la persona de Don Conchito: el
asunto del Cácaro Divino estaba muerto para ambos. A veces, al
llegar de la escuela la veía sentada en la enramada, tan quieta y
callada, como cuando íbamos al cine y alguna escena la emocionaba
mucho. Yo creía que ella, en esos momentos, miraba por dentro las
películas que habíamos visto juntos, y se platicaba a sí misma las
contesteras.
Salí
del cine y adormecido por la oscuridad regresé a la casa. Fue una
noche agitada de sueños locos. Seres del horror cinematográfico, me
perseguían y torturaban; nada los detenía salvo la presencia del
Enmascarado
de Plata
y de mi tía Gabriela. Al despertar me senté sobre la cama y
recordé todo lo que había vivido con ella, las emociones que
experimenté en el cine ambulante; añoraba su presencia cómplice,
en la butaca de al lado, pero sobre todo su mano que tanto me
confortaba. Cuando me escurría en los asientos minimizando mi cuerpo
por el miedo, su mano segura siempre me rescataba. Yo me hacía el
valiente, carraspeaba como los contesteros mañosos, para tomar aire,
y lograba poner algo de dignidad en mi desmarañada mente. Ella solía
decirme, que lo maravilloso de las películas, es que aunque sepas lo
que va a pasar te sigues dejando sorprender, atemorizar y emocionar.
¡Qué gran descubrimiento me había compartido aquella
mujer!..Dejarse seducir. Eso ya no me pasaba cuando iba la cine, pero
esta noche, a la par de mis recuerdos, recuperé esa tibia idea que
se escapó de mi jaula, sepa Dios cuándo.
Reconfortado,
tomé un café y oí los ruido del departamento detrás de unas notas
de Chava Flores. Escuché a Doña Yolanda deslizando algo debajo de
mi puerta. Sobre el tapete de la entrada estaba un sobre. Era una
carta de la familia, de mi tía Gabriela. Me extrañó porque ella no
era muy adicta a escribir y por eso la abrí con emocionada
celeridad. Luego de los acostumbrados saludos y cómo estás,
detalles de la familia y consejos sobre la salud, me anunciaba su
próximo matrimonio con Don Conchito. No daba crédito a lo que leía,
Don Conchito regresó, luego de dieciséis años de ausencia y me
invitaban a su fiesta de boda. No era un fantasma, ni un personaje de
película, era Don Conchito en persona, que había vuelto del tiempo,
para casarse con ella. Seguí leyendo la carta, que era escueta
respecto a la noticia, sin embargo amena en reproducir la causa que
obligó a Don Conchito a ausentarse. Parece ser, según le había
confesado a mi tía, que el día que dejó Maruata, se fue por la
carretera rumbo a Playa Azul, cuando un derrumbe de tierra bloqueó
el camino. Don Conchito Apolonio y el camión DINA, en el que
viajaban, quedaron rodeados de barro y piedras. Mi tía narraba que
el Cácaro no sabía como salir de aquélla y que además estaba muy
preocupado porque al día siguiente debía proyectar "La
Venganza de Fu-Manchú" en Playa Azul, cuando inesperadamente,
tuvo la feliz idea. Se le ocurrió proyectar sobre la montaña una
secuencia de la película que traían, donde había varias escenas de
carretera y subir el camión por la ruta proyectada y continuar así
el viaje a Playa Azul para cumplir su contrato. No di crédito de la
insensatez que estaba leyendo y menos que mi tía creyera semejante
argüende, pero aguijoneado por la intriga seguí la lectura. El Dina
marchó a la perfección, pero cuando estaban a punto de llegar al
otro lado del camino, cambió la escena y se proyectó una ciudad muy
extraña, totalmente desconocida para los primos. Don Conchito y
Apolonio se bajaron del camión en medio de un grupo de curiosos que
los rodeaban. Todos tenían los ojos rasgados y hablaban un lenguaje
lleno de yiis, taiis, y cosas por el estilo. Claro, Don Conchito se
tardó dieciséis años en aprender el idioma para poder preguntarles
por la carretera que los regresaría a México. Por si fuera poco,
como la película era muy vieja y se quedaron en blanco y negro, Don
Conchito, el Cácaro Divino tuvo que ir con un pintor a que le
pusiera sus colores naturales, antes de presentarse con mi tía
Gabriela y cumplir su palabra de matrimonio.
Omar
Ramos
México,
D.F. 1994
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