2 abr 2009

Undécima Carta

La señora salió por fin de la cueva del Sacromonte y arrastró su falda de cola por los charcos del puerto, estaba hermosa, estaba sucia y estaba rota. Pero aquellos lamparones de sus ojos, eran las huellas hermosas de su sentir después de una noche de amor. Su pelo rojo encrespado y despeinado se balanceaba al ritmo de aquellas caderas que levantaban en vilo al barrio de Triana, y los restos del amor perlaban su alma, haciendo brillar su piel al sol más allá de cualquier estética mundana. Rota sí, pero pero no inservible, echó el pelo hacía la espalda y de su pecho herido bramó un suspiro, y la ciudad entera se apartó para que aquella reina pasara. Y de pronto lo vió allí, parado en el cielo, sobre la ciudad, poderoso, y ella alzo el rostro ante aquel sol de lujuria que la abrazó todita y pulió su piel de estrellas. Aquí estoy, por quien suspiras señor de las siestas dulces, tú que dilatas las horas de los abrazos amantes, bajo las copas amables de los olivos, deja de seguirme, que hoy necesito un respiro. El sol que no sabía de treguas, pero esta vez reculó y no la embistió, era mejor una retirada que perderla para siempre. Y aquella mañana Sevilla entera se nubló, porque a la Lola le molestaba el brillo del sol en sus ojos de gata.

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