4 jul 2009

Tomándote

No era un secreto que las reuniones en su casa eran encantadoras. Y no tenía que reunir muchos recursos. Sólo invitarnos a tomar té. La vieja tetera, a la que muchos le dan un papel tan protagónico, para ella no dejaba de ser un simple cacharro, aunque fuera de la mejor porcelana inglesa, y el té era el gran protagonista, cuya misteriosa mezcla siempre era exquisita. Cuando tomaba té en su casa, me invadía aquella sensación cautivadora que se apoderaba de todo mi ser, como si fuera poseída por el espíritu de un amante tribal, primitivo y poderoso. Pero hoy la muy zorra, me había llamado en la mañana para darme una noticia que clausuraba para siempre aquel rito que compartimos los últimos años. Me dijo que ella y mi marido eran amantes.
Abandoné la habitación, demolida y rota, caminé como sonámbula por la casa sin rumbo y terminé en la cocina abriendo armarios compulsívamente. Si esto me hubiera sucedido en Europa, habría llamado a mis compañeras de la universidad, a Susan que siempre tiene respuestas para todo, como aquella vez que me dijo que Jhon, mi pareja como amante era un excelente pigagüista. O se lo hubiera contado a mi vecina Dorothy, que me consolaría como una madre incondicional. Esto lo hubiera llevado con más dignidad y alegría, pero aquí en este país de pagodas y templos milenarios, cuyas selvas están cuajadas de animales peligrosos, y bordeado de playas sensuales, recibir una noticia así tenía el efecto de un cataclismo.
Recordaba la primera vez que estuve en su casa y me dio a probar su té, cuando empecé a saborearlo con la lentitud de un protocolo anciano, tuve la sensación de que estaba teniendo un orgasmo en mi boca, un placer cadencioso y caliente acompañaba a cada sorbo, mientras yo sentada con las piernas cruzadas en el sillón de madera de cerezo laqueado, apretaba mis muslos para evitar temblar como una hoja ante los demás invitados. Había que reconocer que era una gran anfitriona, por su salón había pasado algunos dignatarios, los embajadores y diplomáticos de todos los países de Occidente, incluidos algunos empresarios locales, y los altos ejecutivos representantes de compañías americanas, como mi marido. De aquella mujer asiática ruín y depravada, cuya sonrisa enigmática que siempre acompañaba de una contagiosa y sonora carcajada, era capaz de hacer una mezcla de té envidiable e insuperable. A mi me la presentó Hellen, la secretaria de la embajada. Fuimos a su casa una tarde de agosto, y mientras afuera caía una lluvia mozónica con estruendosa algarabía, nosotras en aquel acogedor salón rojo y negro, conversamos de hombres, de sexo y de modas. Mientras las tres mujeres libamos en aquellas diminutas tazas blancas un líquido algo rojizo, con las notas de sabor más exquisitas que yo haya probado nunca, afuera el mundo se inundaba. Al despedirnos yo alabé la calidad de su té y de dije que nunca había probado nada igual, entonces ella pidió que le esperase, desapareció detrás de un biombo. Regresó al poco con un pequeña cajita en su mano, envuelta con delicadeza como obsequio.
Mientras mis recuerdos iban y veían como en un estado de hipnosis y de furia, saqué de un armario la vieja tetera de tía Aghata y empecé a preparar un te. Tomé una porción generosa de la misma cajita de hojadelata con extraños signos, que Lin Po me había regalado hacía unos meses y que me reponía cuando yo le hacía saber que la había terminado. No tardó en estar listo el té, me senté en la mesa de cocina, sujetándome las sienes son mi mano izquierda, mientras en la derecha temblorosa apenas sostenía la taza con la infusión. La bebida se deslizó entre mis dientes acariciando mi lengua, mientras exhalaba en mi garganta notas aromáticas de las faldas del Himalaya. Evidentemente no era puro, era una mezcla, y aquella condición mestiza lo volvía más sugerente. Mientras degustaba aquel aroma afrutado de las camelias de Ceilán, sentía atrás en mi paladar una niebla de vapores de aceites de naranja, entonces dejé exhalar un suspiro, abrí los ojos, miré el revolver y rompí lentamente la nota de suicidio. Mi marido y su infidelidad no podrían competir con aquel té jamás. Mi único consuelo fue que al menos durante estos tres años me tomé su exquisito té, y ella en cambio se acostó con un amante poco sobresaliente.

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